
La evocación que provocó la noticia sobre la reapertura parcial de los viajes en tren desde Santiago y hasta Temuco aún ne mantiene. Una belleza de recuerdo. Los buses interprovinciales no existían. Las locomotoras eran las dueñas del país, de norte a sur y de cordillera a mar. Cada línea una historia, cada ramal una cultura viva, pujante y tan provinciana que resulta ser íntima, como esas fotos antiguas tiradas a sepia.
Mi familia hacía el viaje prácticamente todos los veranos. La Estación Central hervía de gente. Los trenes llegaban prácticamente hasta la avenida y había que ser astuto para encontrar un lugar dónde acomodar los huesos durante el viaje, un duro asiento de madera, que la gente ablandaba con las frazadas que de inmediato aparecían. Mi padre trepaba por la ventana al tren cuando llegaba, tomaba posesión de dos asientos y luego subíamos las cosas que llevábamos, todo por la ventana. La gente cruzaba con canastos, animales vivos, olor a semillas, fruta, pan amasado, huevos duros, pollos cosidos listos para comérselos fríos, termos con el té ya hecho en su interior, maletas, maletas y maletas. A la antigua.

Los baños, ubicados al comienzo de cada carro olían a orina, con toda personalidad. La gente no se peleaba los asientos colindantes, en realidad se ocupaban igual, pero no eran la primera opción. Algunos seguían de largo buscando una mejor ubicación más adelante, para solo constatar que ya estaba todo copado, entonces volvían desesperados a esos primeros asientos, pero otros no habían dudado tanto y se iniciaba la carrera al próximo vagón. A veces esa premura desataba algunas rencillas y papá casi siempre tenía buen ojo, y era choro y vivo, un par de asientos con ventana completa hacia el horizonte, hacia donde caía el sol.
El sol golpeaba directo en la cara, 31 grados a la sombra y en el interior del carro mucho más, el marco de la ventana dónde intentaba acomodar el codo, quemaba. Mi sensación del paso del tiempo era claustrofóbica, los segundos eran lentos, perezosos, la hora de la partida no llegaba nunca. A veces, por segundos, no recuerdo si luego de una sirena como de fábrica o de un silbato, sentía que el tren iniciaba su marcha y lo podía ver moverse incluso, pero mi ansiedad y una clásica ilusión del movimiento inducido no me dejaban ver la realidad, era otro el tren que partía, lentamente, sin ninguna prisa, sin ruido incluso. El sol, en la inmovilidad metálica del resto de la Estación Central, no daba tregua.
Era el verano de 1979, tal vez un año antes o un año después
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