Porque escribir

…“Rinaldo, Rinaldo te estamos esperando, ahora vamos a hacer un tema de Rinaldo, poné más agudo esto”… “Hola, hola, hola, parezco un político. No se escucha parece…Bueno, este, yo voy a hacer un tema que se llama La Niña… Esteeee… La niña es, …esteee… es muy dulce, muy mansa… ¡Que pasa!, ¡que pasa!, hola, hola. Bueno,… escucha la letra porque yo, esteeee, mejor cuando se escribe que cuando se habla... Y después queda, ¡viste!....”

Rinaldo Rafanelli, en concierto de despedida Sui Generis 1975

jueves, 25 de noviembre de 2010

COSAS DEL FÚTBOL PARTE 3 DE 3

La verdad es que en el escalafón de los fanáticos del fútbol, en esta época soy tan sólo un tipo de tercer orden, un semi convencido sin mucho brillo, una voz que se pierde en medio del bullicio. La verdad es que no soy un fanático auténtico, nunca lo he sido. He mirado el fútbol desde el otro lado de la calle, desde la otra vereda, desde la otra esquina, sin la pasión que expresan otros y que los lleva a llenarse de abalorios y de objetos sagrados. La emotiva fiesta chovinista no había logrado alterar mi visión respecto del pan y del circo romano, el opio del pueblo, la fiesta barata del olvido, la enagenación perfecta para que los hombres y mujeres cotidianos olviden buscar a los responsables de sus problemas cotidianos.

El futbol era sólo Colo-Colo, pero Colo-Colo se convirtió en Sociedad Anónima y los socios honorarios dejaban mucho que desear. Uno de aquellos días de hace como 10 años atrás tuve la oportunidad de trabajar en la población “El Castillo”, para una fundación que se enriquecía a costa de jóvenes derivados de los viejos COD (Centros de Orientación y Diagnóstico) y tiempo Joven en aquella época lo era, las vueltas de la vida… Estuve un año entero en El Castillo, en la esquina de Batallón Chacabuco con Juanita, en pleno corazón del barrio popular, un barrio bravo, donde veías pasar a los muchachos con las escopetas hechizas a plena luz de día y en donde había líneas demarcadoras claramente establecidas que convertían el barrio en pequeños feudos. Desde calle Ombú hacia el sur era territorio azul, en aquella época eran los PINREB (Pintana Rebelde); de Ombú hacia el norte era territorio albo, ahí estaban los Peñis, los peñitos y otros especímenes más. Albos y azules enemigos implacables. Tuve la desdicha de ver un par de palizas hacia uno y otro lado, con fierros, puntas de fierros a modos de pequeñas lanzas, las mentadas hechizas, platinas, cadenas, cuchillos carniceros, revólveres 22 corto, palos con clavos de 4 en las puntas, una delicia a ojos de un amante de los deportes extremos. Para mí era un dolor de pueblo que no me podía explicar. Hijos de la misma clase matándose entre ellos mismos por el color de una camiseta, hermanos de miseria, de pobreza, de hacinamiento, convertidos en enemigos irremediables en un escenario ficticio e inentendible, en un barrio perdido de toda civilización.

Al igual que la Primera Guerra Mundial acabó de un cañonazo con el sentido de internacionalismo proletario, (es decir, la vieja cantinela de que los obreros no tenemos patria pues donde quiera que estemos, donde quiera que vivamos, somos igual de explotados y que, por lo tanto, la única opción de romper con nuestras cadenas era la unión, por sobre las fronteras impuestas arbitrariamente por el Capital) y la clase trabajadora de Europa se enfrascó en una guerra fratricida sirviendo los intereses de los poderosos en medio de un mar de arengas chovinistas, del mismo modo, estos hijos del rigor más extremo se valían del color de la camiseta de un equipo de fútbol para encontrarle sentido a sus vidas y, de paso, enfocar malamente su rabia en otros desdichados. Era mucho para mí, sobre todo al confirmar que mis precarios discursos y prácticas no hacían mella en convicciones mucho más profundas. “madres” y “zorras” eran enemigos desde tiempos inmemoriales y punto. No había más que discutir en ese aspecto que se instalaba en la memoria colectiva de los más pequeños como un saber fundamental y fundacional.

La anécdota de todo esto, si se puede considerar una anécdota, es que yo trabajaba en la zona que correspondía al lado norte de ese verdadero muro de Berlin popular, es decir en plena zona alba y me movía por todo el sector, visitando las casas de algunos muchachos, haciendo turismo en las clásicas ferias de cachureos, conociendo el barrio, pero tomaba micro en la zona azul, en calle Ombú con Juanita. En esa esquina había un mural, desgastado por el paso de las lluvias y las incursiones de kamikazes albos, con el rostro gigante del Che Guevara y una de sus frases clásicas: ”Dónde quiera que me sorprenda la muerte, bienvenida sea”. En invierno, yo salía del barrio de noche, ya no había luz solar y muchos de los focos habían sido apagados a piedrazos, era un barrio peligroso, violento en extremo, trabajaba con muchachos que eran de la barra de Colo – Colo, tomaba micro en la parada ubicada en el sector de influencia de la barra de Universidad de Chile, entre ellos había un odio a muerte y literalmente algunos ya habían muerto, el Che que me miraba con sus ojos cargados de historia, la noche que se tornaba demasiado fría y asfixiante, donde quiera que me sorprenda la muerte…, un grupo de muchachos de la barra azul que fumaban marihuana prensada en la otra esquina, la micro que no terminaba nunca de pasar en medio de mis frías cavilaciones, balazos en la distancia, la oscuridad que se cernía sobre todas las cosas tornando difusas las imágenes, mis ojos que se abrían desmesurados, realizando el estudio operativo del lugar, buscando posibles vías de escape, trazando mapas de huída en la memoria por si acaso, elaborando el discurso en caso de confrontación, recordando las casas a las que podía saltar sin problema si había problema, buscando algo con que defenderme en caso de que la muerte quisiera sorprenderme, le daría batalla a la desgraciada si no tenía más remedio, mirando a los que pasaban sin temor, a los ojos y con cierta altivez, como si el barrio fuese tuyo y tú fueses habitante antiguo del paisaje, una enredadera más en el jardín manteniendo el estado de extrema alerta hasta el final, hasta el momento en que la micro de color amarillo, que por fin había pasado, se alejaba definitivamente del barrio y emprendía rumbo hacia el este, muy cerca de donde el sol saldría al otro día colmándome de renovados bríos y energías y experiencias. La última imagen del barrio era otro desgastado mural con una leyenda blanca: “albo, mi única razón de vivir” en la pared de un block descascarado, sucio, irremediablemente pequeño para tanta vida que bullía en su interior.

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