despierta los viejos sentidos adormecidos y anestesiados en un rincón pe

Suenan los tambores. La música desliza su pétreo acorde a través del acorde oscuro de la noche fría de esta esquina del invierno. No hay tambores, ya lo he dicho tantas veces, es tan sólo mi querido corazón disparatado que dispara dardos de lujurioso amor en dirección al sur no muy lejos de aquí. No hay música, es el chasquido de mi lengua que tararea una perdida melodía de Muddy Water, “Southbound Train” tal vez, tal vez “Gypsy Woman”, tal vez nada. No hay melodía, tal vez nada exista, tal vez sí o tal vez no, tal vez mujer, tal vez.

Suenan los tambores. La música zigzaguea en mi oído como un reptil cargado de sensualidad. Tengo problemas para ajustar los hilos de la memoria. Creo haber dicho algo así como que nada de tambores y nada de melodías… Eso, eso, eso. Nada de melodías y tambores que suenan anunciando el advenimiento de los jinetes aquellos del Apocalipsis que alguna vez me fumé joven y valeroso de puro snob, tal vez. Eso sí, tal vez sí o tal vez no, tal vez mujer, tal vez.
Suenan los tambores. La música no ha dejado de sonar un solo instante, pese a las voces desérticas que insisten como animales porfiados y mañosos en querer d

Suenan los tambores, tal vez sea cierto que suenan después de todo. La música deleita mis oídos y eso me hace sentir bien. Todo está en calma y la lluvia que no ha llegado ha dejado un ligero perfume de humedad coitus interruptal. Una lluvia que no fue. Una humedad que no te pertenece, que no nos pertenece ni un solo instante. En fin noche de martes, en fin. Mañana será otro día o tal vez sí o tal vez no, tal vez mujer, tal vez.
(con imágenes de la fotógrafa Francesca Woodman)
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