El calor, el dorado calor torna muy lenta la noche. La respiración presenta una armonía extraña, anómala, como si una parte no definida de la piel activara sus sensores de peligro, como si de pronto todo el cuerpo se convirtiera en un gran sismógrafo que detectara hasta el mínimo movimiento de una bacteria perdida en el cosmos irregular. El hombre se acerca hacia su espacio de libertad total, el movimiento se torna vertiginoso, la adrenalina fluye en un caudal incontenible, como si se abrieran las compuertas de una represa que por mucho tiempo permaneció dormida.
Todo despierta en este instante.
La ciudad se hunde en un ritmo salvaje y cargado de signos sonoros y auditivos. Toda la piel se convierte una vez más en un gran detector de sensaciones, la piel se disfraza de cordura, la piel enjuaga su fina estampa con la brisa cálida de una noche que no va a ninguna parte, que se queda estática y sin vida para acompañarnos y para dormir con nosotros, si es que el sueño avanza sin ruido, si es que el sueño se acostumbra al peso de nuestra prodigiosa estructura. La frenética noche aquella de los lamentos nostálgicos de un pasado que ya no nos recuerda como nosotros a él. La frenética noche aquella en que Orión al igual que siempre salía a cazar en espera de una presa digna de sus intrépidas posibilidades. La frenética noche aquella del diluvio aquel de palabras incontenibles lanzadas con descaro al ritmo inconstante del viento sur, la noche aquella, evitable y desgastadora.
Nadie es el mismo entonces, nadie conserva su estructura del mismo modo que nadie mira con la misma naturalidad. El mundo ha sido estremecido de súbito por un fuerte movimiento telúrico y los hombres no atinan a nada más que a lanzar sus constantes prédicas y sermones buscando la presencia infinita de poderes ocultos más allá del entendimiento. La noche aquella en que aflora lo más oscuro de nosotros, nuestra alma cubierta bajo 7 nigrománticas llaves, la emoción oscura de lo que fuimos y ya no volveremos más a ser, o tal vez sí o tal vez no, en fin, soñemos entonces, en fin.
Hubo un tiempo veloz e inexacto que abrigo en la memoria, un tiempo de sensaciones prodigiosas. Yo era libre en medio del caos absoluto, yo era totalmente libre mientras la gente caía a mi alrededor, mientras mis hermanos eran encerrados en lóbregas mazmorras y sus gritos era acallados por el eco imposible de muros que todo lo ocultaban. En fin, hubo una época dorada en que volaba pese a no contar con medio de transporte alguno. Mis ojos volaban, atravesaban la extensión calcárea del suelo agreste de mi barrio, cruzaban los pozos sépticos y su inmundicia permanente, eran capaces de abstraerse de los basurales que a su paso se encontraban como señales inequívocas de asentamientos humanos recientes, dolorosa y certeramente recientes. Mis ojos levitaban muy lejos, reconocían voces distantes y dialogaban con los astros en noches sin Luna como hace tiempo no he visto. Una secreta complicidad se establecía entre los elementos, su poder inasible y mi propio sentimiento de humanidad frente a tanta vastedad y misterio. Tengo 15 años y estoy en medio de la nada. Mi corazón acumula una rabia que no tiene forma alguna de liberar toda su prodigiosa fuerza. Mi corazón es una gran caldera que no libera su energía. Mi mirada cobra un brillo insólito. Mis ojos se cierran de vez en cuando. No quisiera estar aquí sintiendo el ruido de las ratas atravesando la madera una y otra vez, una y otra vez, nadie puede concentrarse en la lectura con semejante incentivo auditivo. No quisiera estar aquí, bajo la gotera interminable del invierno sobre mi oreja izquierda, mal augurio por cierto, calado de frío, húmedo por dentro y por fuera; la lluvia me genera contradicciones vitales, no dejo de pensar en su maravillosa prestancia secular, en su infinita dulzura, en su transparente puesta en escena sobre el techo de esta casa en ruinas que me alberga, pero tampoco puedo dejar de pensar en la humedad de mi cama y en como ubicar mis precarios libros para que la tenacidad de las goteras no les haga daño, y en qué rincón de mi pequeño cuarto dejar la cama para leer tranquilo sin que las gotas me refresquen a cada instante la memoria, la dura memoria de mis días sin gloria, la memoria del presente, de lo que he sido, de lo que soy y de lo que seré; nadie puede concentrarse y leer un buen libro con los huesos morados por el frío inclemente del invierno que penetra a raudales y sin vergüenza por todos los rincones; nadie puede concentrarse y sólo leer si debe hacer el quite permanente a las gotas que se despliegan del pretérito techo cuya función de protección y aislamiento está en total entredicho.
No quisiera estar aquí en medio del permanente desgaste de mis viejos. Esto es el oeste y las balas atraviesan los muros de madera y se esparcen en todas direcciones por el campamento, los perros anuncian la llegada de algún desconocido, la vecina enciende su radio a todo volumen, música de mierda, agotadora y anestesiante que cansa mis oídos. La otra vecina imita a la anterior, es otra radio, es otra melodía, pero es el mismo volumen endiablado y la misma sensación de agobio y asfixia. Luego la del frente hace exactamente lo mismo, y la de más allá, y la de más allá; el barrio entero es una Babel de idiomas irreconocibles y nadie es capaz de controlar el flujo activo de decibeles.
La madre grita sin control y el padre grita también y las hermanas gritan y el vecino grita y la vecina grita y las hijas de los vecinos gritan y la mujer que vive frente de mi casa es la que grita más que todos y los perros callejeros se ponen de acuerdo para ladrar todos a la vez y las balaceras de distinto calibre se suceden una tras otra en la noche de mis noches, y el corazón que se resiente, y el corazón que se me aprieta en un nudo bipolar sin posibilidades de estallar y descansar y comenzar todo de nuevo. Todo es un permanente viaje hacia ninguna parte, todo es un constante aproximarnos hacia la orilla del acantilado, un cotidiano acercamiento hacia el fin y el fin está cerca y el fin no está sino a la vuelta de la esquina, en algún lugar acechando, esperando a su presa con paciencia, con la paciencia oscura del que se sabe maldito y perdido y extraviado y totalmente abatido. Nadie puede concentrarse y leer un buen libro mientras las balas atraviesan los muros de madera y cartón y el mundo grita sus últimos estertores de agonía y caos y la noche parece no ir a ninguna parte.
Tengo 15 años, no recibo visitas, eludo la conversación con mis amigos, asumo un aire distante, perdido; mudo transito por esta tierra que aprendo a descubrir día a día. Lentamente aprendo también a concentrarme, a convivir con los gritos, con el frío, con las goteras y el ruido de las ratas abriéndose paso por todas partes sin miramientos de ninguna especie. Lentamente aprendo a ser parte de la humanidad que viaja a la deriva por las mañanas antes de que amanezca y que sube al microbús repleto y se va incómoda, apretada y con sueño a servir a otros. Lentamente aprendo a callar y entrar cada vez más en interminables diálogos interiores de los cuales no salgo en semanas. Aprendo a vivir olvidándome de todo, aprendo a estar bien cerrando los ojos y pensar que esas balas son de alguna película lejana que dan en algún antiguo cine de barrio como una obra benéfica para ayudar a los niños tristes y hambrientos de Somalía.
Una parte de mi se niega a ser devorada por completo.
Vivo una especie de adormecimiento, de anestesiamiento y no soy el único, formo parte integrante de un gran caudal de hombres y mujeres dormidos, inoculados con pastillas o soma contra la rebeldía, estoy muerto en vida y ni siquiera soy capaz de cuestionarme ese hecho empírico. Me toco el sitio del corazón y donde antes estuvo ese magnífico volcán en permanente estado de éxtasis y rebeldía sólo hay un gigantesco cráter inactivo, dormido, totalmente dormido. Viajo a la deriva también, pero algo en mi se niega a morir irremediablemente como un autómata obseso y obsecuente; algo en mi despierta de súbito y yo me encuentro en medio de una lluvia de abril totalmente lúcido, hiperlúcido, con mis manos atrapando un poco de aire en medio del diluvio urbano, un poco de oxigeno para limpiar mi cuerpo marchito por los años, un poco de esperanza para entender la forma correcta de pararse y sobrevivir. Estoy en medio de un camino larguísimo de reconstrucción interna, mis heridas curan sin prisa y mi corazón comienza a liberar todas y cada una de sus interminables historias, delirios, y trozos de historia que nadie quiere recordar.
Soy un hombre que mira hacia el horizonte y en su mirada abriga la certeza de mundos imposibles; así soy, un hombre que aprende lentamente a convivir una vez más tras la oportunidad de su vida, un hombre que se niega al olvido pero que mira el futuro con una pupila de fuego y otra cargada de esperanza, un hombre que aprende, que no sabe todo de todo sino algunas pocas cosas, pero cuyo corazón late de prisa y con un ritmo pausado y prodigioso. La tierra me ve pasar y me abriga, el viento me baja la temperatura corporal, la noche se convierte en mi permanente cómplice y nada tiene ningún sentido si no visto con mis trajes antiguos.
Este es un blog sobre educación, y en tanto es así, pretende mirar el mundo desde una perspectiva pedagógica. Entonces es un blog sobre el mundo, pero en tanto el mundo es ancho y ajeno es un blog sobre como podemos concebir otro mundo de la mano de la educación.
Porque escribir
…“Rinaldo, Rinaldo te estamos esperando, ahora vamos a hacer un tema de Rinaldo, poné más agudo esto”… “Hola, hola, hola, parezco un político. No se escucha parece…Bueno, este, yo voy a hacer un tema que se llama La Niña… Esteeee… La niña es, …esteee… es muy dulce, muy mansa… ¡Que pasa!, ¡que pasa!, hola, hola. Bueno,… escucha la letra porque yo, esteeee, mejor cuando se escribe que cuando se habla... Y después queda, ¡viste!....”
Rinaldo Rafanelli, en concierto de despedida Sui Generis 1975
Rinaldo Rafanelli, en concierto de despedida Sui Generis 1975
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