
El aire se enrarece en mi entorno, todo es una permanente combustión y yo me encuentro en medio de las llamas esperando mi turno para ser disuelto en una
extraña marea matutina de olores y nariz que cierra sus compuertas. Me mareo. El paisaje de Santiago al despertar no es distinto al de otros días. Un frío que empaña los vidrios del bus delata la diferencia de temperatura entre el mundo que gravita allá afuera de esta coraza que me protege y este interior tibio que trasunta bencina en combustión. El útero mecánico del ómnibus que se desangra y yo aquí encerrado, pasajero trasnochado contando las cuadras que van de una esquina a la otra de mi gran viaje cotidiano.
Pasan los minutos, los semáforos no pierden ni ganan tiempo. Para ellos el tiempo no tiene más consistencia que la de separar el movimiento de la inercia en fracciones de tiempo perfectamente ajustadas unas con las otras, como las imponentes rocas de Sacsahuamán no dan paso siquiera al movimiento ajustado de una ligera aguja, como el sol sigue un ajustado y prefijado curso entre este lado del mundo y el otro aquel exótico y rasgado, como mi soberana inquietud no se fía del hedor a bencina en manifiesto estado de descomposición que da paso una vez más al movimiento y el movimiento que da paso una vez más a la inercia y de la inercia a la acción y de la acción al semáforo en rojo una vez más y yo a punto de fundirme con el olor que se impregna de mi piel hasta que bajo de este suplicio móvil que me sustenta, medio mareado y podrido, también sintiendo por un minuto que en mi interior es que gravita la combustión y yo que combustiono al caminar y cuando trago

Es tarde, es demasiado tarde, inquieto y extraño día de combustión.
Subo una vez más como de costumbre al transporte dúctil que todo lo puede con su prestancia singular.Me acomodo suavemente en mi cómodo asiento y espero con una serenidad ampulosa y milenaria que llene sus espacios para iniciar el último viaje de la mañana con rumbo a mi última dirección de la mañana antes que el sol levante su cabeza de bronce matutino a través de los cerros que abre con una rebelde suavidad el canal El Carmen. El transporte se llena y parte. Yo cierro los ojos y siento una vez más el olor permanente de la maldita y eterna combustión girar en torno de mis ganas y desganas mañaneras. Por un momento sufro un asalto de pánico, tal vez sea yo el origen de tanta combustión, tal vez sea yo el que se consume e

suceso y todos deben estar observándome con cara de querer bajarme de este pequeño transporte que no abriga grandes secretos entre los que nos acogemos a su seno singular. Lentamente abro los ojos y observo en mi entorno con el pánico saliéndoseme a través de la comisura de los labios, aquella que me gusta que de vez en cuando muerdas con tu boca de fiera enamorada.
Nada parece delatar mi incómoda posición de animal en estado de permanente combustión. Un ardor se incrusta en una parte indefinida de mi pecho, un inexplicable ardor como de fuego quemando el interior de mi interior y que busca un punto sencillo y frágil a partir del cual descargar toda su furia hacia el mundo interior. No me cabe duda alguna, el proceso de combustión se ha apoderado irremediablemente de mi y ya es cosa de segundos o minutos para que me encienda como una gigantesca hoguera humana y consuma todos mis ligamentos y los de los vecinos y vecinas también.
Salimos del tránsito endiablado de Américo Vespucio norte por la mañana y cruzamos el Mapocho rumbo a la ciudad industrial. El camino abre una ladera del cerro San Cristóbal y por ahí se incrusta nuestro vehículo con la prisa de una gacela hambrienta. Aparece un valle escondido por la niebla y los cerros, un valle de perfectos edificios y formas arquitectónicas interesantes que parecen jugar unas con otras a ser la más extraña y perfecta. Ningu

Las cagadas de los gansos son rápidamente limpiadas por el pulcro personal de aseo con mucho jabón y abundante agua. Gansos asépticos en un barrio industrial aséptico con gente aséptica que corre a sus trabajos asépticos en medio de un mundo aséptico que crece feliz desarrollando todas sus inquietudes intelectuales en la más completa aseptividad. Explotación aséptica, bajos sueldos asépticos, despidos asépticos, humillación aséptica. Bienvenidos a la Gran y Aséptica Ciudad Industrial, rezaba un letrero a la orilla del camino.
Por suerte nos movemos rápido de ahí. No podría soportar mucho tiempo en medio de un sitio tan limpio y pulcro. Una vez más y raudamente nos internamos en el barrio obrero de El Barrero. Esto es otra cosa, el aire trasunta olor a clase obrera, mi nariz da un breve respingo de inquietud como recordando viejos tiempos de batallas olvidadas en las calles de tierra de mi viejo barrio copihuano, cruzado por la marea pestilente del Zanjón de la Aguada. Por un momento

El aire huele a mal carbón en mala combustión y a parafina barata en mala combustión y a carbón y a parafina y a parafina y a carbón y ya siento que soy tan sólo una parte más de este endiablado entramado de combustión y olores imposibles y así, con la simpleza de lo imposible, con más imaginación que talento y con una mirada verdaderamente atrayente me uno al nuevo día, con mi carga precisa de comburentes, respirando profundo el escaso oxigeno del entorno y expulsando la mayor cantidad de anhídrido carbónico posible de mi maltrecho cuerpo, una y otra vez, una y otra vez, hasta que el día se transforma en algo indefinido y el sol se cansa de brindarnos su perpetua luz.
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