Porque escribir

…“Rinaldo, Rinaldo te estamos esperando, ahora vamos a hacer un tema de Rinaldo, poné más agudo esto”… “Hola, hola, hola, parezco un político. No se escucha parece…Bueno, este, yo voy a hacer un tema que se llama La Niña… Esteeee… La niña es, …esteee… es muy dulce, muy mansa… ¡Que pasa!, ¡que pasa!, hola, hola. Bueno,… escucha la letra porque yo, esteeee, mejor cuando se escribe que cuando se habla... Y después queda, ¡viste!....”

Rinaldo Rafanelli, en concierto de despedida Sui Generis 1975

lunes, 30 de mayo de 2011

UNA VIDA

Hasta los 11 años su vida fue normal dentro de lo que puede ser considerado normal en una familia obrera con dificultades económicas como tantas otras, pero con un núcleo familiar visible y presente. A partir de los 11 dejó, abruptamente, de ser niño y creció, se hizo hombre en pocos meses. Su cuerpo aún conservaba la precaria fortaleza de la niñez, pero su mirada, a medida que se internaba en la vida, comenzaba a tornarse más dura, más insensible con cada golpe recibido, más carente de emociones.

El hecho que dio comienzo a su nueva vida fue la separación de sus padres. Su vida se vino a pique y se quebró como un espejo mal colgado y él sólo se quedó mirando los fragmentos como quién mira pasar un cortejo fúnebre, casi sin expresión, como esperando prolongar lo más posible el encuentro con la muerte. Pero la muerte estaba allí, frente a sus ojos, en la figura de un hogar que dejaba de ser, de una seguridad que se abandonaba de golpe, de un padre, de una madre ausente, de una casa demasiado grande para sus ojos de niño de 11 años. Su padre lo llamaba desde una orilla del abismo y su madre desde el otro lado; él, en medio de esas dos voces decidió lanzarse a la soledad. En medio de una bifurcación forzada decidió abandonar la ruta, salir al bosque, hacer camino al andar, inventar un nuevo horizonte, una nueva configuración para sus pasos. Eligió la soledad, es decir la compañía de amigos insensatos, una familia de fantasía que reemplazó de manera dramática a su antigua familia. Una vez perdida la brújula, cualquier línea en el camino le sirvió de horizonte. Eligió la calle como su nuevo hogar.

Su vida sí que cambió, entonces. Los juegos de su primera niñez pasaron rápidamente al olvido, había que leer con nuevos ojos el paisaje que lo habitaba, había que saber hacerse fuerte, aplicar astucia donde antes había candidez, desconfianza donde antes habitaba la credulidad total, violencia donde hubo alguna vez la voz autoritaria del padre. Sus nuevos juguetes: cuchillos, pistolas, pastillas para todo uso, drogas varias. El primer robo cargado de emoción dio paso al segundo y luego al tercero y en poco tiempo perdió la cuenta y cobró una cierta pericia, un cierto estilo que se acomodaba a su cuerpo. Sólo veía moverse el dinero, abundante entre sus manos y una nueva sensación de excitación comenzó a habitarlo cada vez con más fuerza, como si de la sensación efímera del placer dejado por el consumo se tratara. Convirtió el “arte” de robar en una suerte de adicción, se aficionó al dinero, al PODER que sentía cuando caminaba armado por las calles de su población. Los delitos aumentaban en complejidad: robos de vehículos, asaltos a mano armada en domicilios, restaurantes, farmacias. Su vida de niño caía, se difuminaba en nuevas y violentas experiencias en un tiempo tan breve que ni el mismo Kafka hubiese podido, quizás, explicar.

Un día, después de una fiesta en el barrio, la muerte se cruzó en su camino. Una discusión con otro tipo, muy probablemente mayor que él. El forcejeo con el otro, que lo miraba como a un pendejo sin importancia, un cabro chico chillón, altanero, agrandado. Él, que se precipita muy al fondo de ese abismo al que se había lanzado hace un tiempo, lentamente, como en cámara lenta, casi como una película de Hollywood, la mano que se mueve desde el fondo de sus ropas, la mirada inyectada en sangre de niño rabioso, la actitud desafiante, la mano izquierda que se abre paso, que busca el pecho del otro, que lo enfrenta sin remordimientos, un segundo eterno en medio del caos, el mundo que desaparece de pronto frente a sus ojos, otro cristal que se rompe allá muy lejos, el sonido de un trueno, como diría Bradbury.

El otro hombre cae como una hoja seca, 3, 4, quizás más perforaciones en su pecho. La muerte implacable que encuentra un nuevo cliente. Mientras los ojos del infortunado se apagaban, el niño guarda el arma entre su ropa y huye resueltamente del lugar. Tenía tan sólo 12 años.

La muerte de aquel pobre infeliz marcó una nueva etapa para el muchacho. Comenzaron las detenciones por uso de arma de fuego, los asaltos, los robos con intimidación. Todo lo realizado en ese breve pero intenso espacio de tiempo fue saliendo a la luz, incluso una causa por usurpación de identidad debido a la muerte causada. Conoció en mundo de las Casas de Menores con el alto auspicio de SENAME. Fue creciendo y creciendo en ese ambiente con la sola pretensión de ser el mejor, el más cotizado, el más respetado.

A los 16 años, en virtud de la Nueva Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, los apacibles y comprensivos rostros de SENAME dan paso a la custodia de Gendarmería. La cárcel, aquel espacio “sagrado” al que todo “choro” con los zapatos bien puestos debe conocer, comenzaba, cada vez más deprisa, a convertirse en una realidad, a cobrar una dimensión posible, cercana, accesible. Su primera vez en una cárcel de menores le quitó 6 meses de libertad, pero lejos de amilanarlo le fue tomando el gusto a esta nueva sensación de profundidad. En la vida de hogares, así como en la vida de encierro carcelario se establecen vínculos, contactos, redes informales que lejos de ayudarlo a mejorar su situación de vida, parecieran ir educándolo con nuevas estrategias, fórmulas precisas, códigos desconocidos, experiencias de otros. La vida en la cárcel le fue enseñando como pararse, como mirar, como actuar, qué estatus le correspondía de acuerdo a sus delitos (el asaltante siempre ha sido bien visto). Se dio cuenta que el respeto se lo ganaba más fácil de lo que hubiera pensado.

Sólo dos meses duró en la calle. La condena, esta vez, considerando que su delito había sido mayor, fue de 5 años. Aún no cumplía la mitad del tiempo en prisión cuando cumple su mayoría de edad. En ese contexto es trasladado hasta la ex Penitenciaría. En aquel lugar, que haría temblar de pavor a muchos de los ávidos lectores de esta crónica, estuvo 22 meses, casi casi dos años. Ya no era un niño y ya la cárcel parecía algo demasiado familiar como para tener algún temor de volver a caer en prisión.

Esta vez la libertad le duró 6 meses, los que aprovechó para estar con su pareja, una mujer que estuvo dispuesta a vivir con la intensidad de largas esperas y visitas semanales. La nueva condena lo tuvo 18 meses encerrado y en el intertanto fue trasladado a la tristemente célebre Cárcel de San Miguel (ver textos alusivos al Incendio). En ese lugar, antes que las llamas devoraran los sueños y las miserias de 81 personas, su mujer le da un mensaje de vida. Por fin podría tener una familia y comenzar a cubrir los espacios vacíos y los dolores dejados por aquella que no lo supo cuidar a los 11 años. Podría, ¿quizás? cerrar las heridas del pasado y del presente, mirar el mundo con ojos más profundos cargados de duras experiencias, aprender de los innumerables errores, rehacer el camino, volver sobre lo caminado, borrar la historia, borrar las huellas, no haber disparado aquella arma a los 12 años, no haberse lanzado al abismo, no haber tomado la decisión de elegir su propio camino, no haber entrado a aquella farmacia, no haber cometido aquel delito, no haber respirado profundo antes del clásico ¡¡Manos arriba!!, no haber consumido tanta porquería, no haber nacido pobre, no haber nacido, no haber, no…

Un nuevo beneficio carcelario lo dejó una vez más en libertad, su mujer tenía 8 meses de embarazo, el tenía 21 años. Vio nacer a su hija y por primera vez en mucho tiempo el peso de la historia nueva que tomaba entre sus torpes manos lo estremecía. El mundo ya no era tan ajeno a sus emociones. La vida y la libertad eran bellas y existía la posibilidad de vivir y disfrutar y respirar y buscar la mejor manera de ser feliz, de ser un hombre íntegro, de ser alguien digno para esos ojillos que lo miraban y luego lloraban sin entender nada aún de las complejidades y contradicciones del mundo al que venía llegando por libre decisión.

Por primera vez en demasiado tiempo dejó de darle lo mismo la cárcel. No quería volver a estar encerrado, no quería perder su libertad, pero sobre todas las cosas, no quería dejar de mirar en la profundidad y transparencia de los ojos de su hija su propia posibilidad de redimirse, de sanarse, de salvarse. La realidad, una vez más, iba en otra dirección que sus deseos. Tuvo que reincidir y volvió a la cárcel. Esta vez lo condenaron a 100 días por un delito menor, pero este hecho activó otros resortes judiciales y como había sido beneficiado con la libertad la vez anterior, se vio obligado a completar aquella condena.

Ahora espera que los 33 meses que debe pagar privado de libertad, le sirvan para hacerse cada día más fuerte, para no flaquear en aquellos días de aflicciones que se le vendrán, para resistir estoicamente la tentación del dinero, para encontrar otra forma de Ser y Estar en esta vida, junto a su mujer y a su pequeña hija, la única persona que ha logrado estremecerlo, al grado de hacerlo pensar seriamente en la posibilidad de transformar su vida.

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