Porque escribir

…“Rinaldo, Rinaldo te estamos esperando, ahora vamos a hacer un tema de Rinaldo, poné más agudo esto”… “Hola, hola, hola, parezco un político. No se escucha parece…Bueno, este, yo voy a hacer un tema que se llama La Niña… Esteeee… La niña es, …esteee… es muy dulce, muy mansa… ¡Que pasa!, ¡que pasa!, hola, hola. Bueno,… escucha la letra porque yo, esteeee, mejor cuando se escribe que cuando se habla... Y después queda, ¡viste!....”

Rinaldo Rafanelli, en concierto de despedida Sui Generis 1975

martes, 16 de noviembre de 2010

COSAS DEL FÚTBOL 1 DE 3

Este texto, extracto de otro mayor, fue escrito en el año 2002 y se hizo pensando la vida que a algunos nos toco vivir algunos años antes, en la triste década de los 80, es decir, hace casi 30 años atrás. Lo saco a relucir ahora, hoy, debido a mi absoluto desapego actual por aquel amor que fui alimentando desde niño "por las cosas del fútbol", desapego que no tiene más de dos semanas, desapego derivado por el triunfo, una vez más, de la ganancia y el lucro, por sobre la honestidad y la entereza moral, del reino de los poderosos por sobre la hinchada inconsciente, de los mismos pocos de siempre en desmedro de los mismos muchos de siempre. Este texto tiene 3 actos, el primero y el segundo obedecen a aquel período de recuerdos de la niñez. El tercero es tan sólo una despedida cargada de rabia y nostalgia

"...El estadio rugía completamente abarrotado de hinchas en el partido clásico de los clásicos: “Colo-Colo versus Universidad de Chile”, algo así como aztecas contra zapotecas o españoles contra mapuches o blancos contra azules o el día contra la noche, el bien contra el mal, las fuerzas todopoderosas de la libertad avanzando irremediablemente y destruyendo todos los cimientos aberrantes de la vieja y tradicional dictadura oligarca y parlamentaria de principios de siglo. La oposición y la permanente lucha de los contrarios encarnada en un partido de fútbol. La síntesis de la constante lucha, del cotidiano bregar del ser humano entre sus fuerzas antagónicas, entre su naturaleza animal y su espíritu creador dándose duro en el campo de batalla de un verdor refrescante.

Era un verdadero placer ir al estadio con el papá. Recuerdo que ese era uno de los recursos de los cuales tengo más gratos recuerdos de su aporte a mi crecimiento intelectual. El Estadio Nacional es una inmensa construcción elevada y oval y en mi época de niñez era un monstruo tremendo y perfecto, el cual rugía cada vez que un equipo salía a la cancha, era un gigante de concreto que temblaba con el movimiento nervioso de miles de pies que vitoreaban a su equipo favorito y desplegaban las banderas con los colores de sus eternos y aguerridos amores. Una vez que sorteábamos la primera barrera entrábamos con mi viejo casi corriendo para llegar luego a la ubicación de un lugar estratégico que siempre resultaba estar detrás de la banderilla ubicada en la esquina noreste de la galería Andes. Nunca cambiamos de posición para saber siquiera que se sentía mirar las cosas desde otra perspectiva, mi padre no lo permitía y punto, esa era su esquina para presenciar el partido. Nunca vimos un encuentro de fútbol en otra ubicación y debo decir que desde nuestra tradicional ubicación era visible toda la cancha, las rejas estaban mucho más debajo de nosotros que nos ubicábamos a mitad de camino entre lo más bajo y lo más alto. Todo un estratega para las ubicaciones era mi viejo.

Una vez que sorteábamos la primera valla en la cual nos pedían los boletos, caminábamos un largo trecho y yo con mi banderita de Colo-Colo al viento del norte que anunciaba la próxima lluvia. Sólo nos quedaba la última revisión de boleto, a los pies de las escaleras que nos llevarían a las galerías y a nuestra permanente ubicación y yo creo que hasta nos sentábamos en los mismos asientos si es alguien no nos ganaba el puesto, por eso mi viejo corría y yo iba detrás de él marcando el paso, respirando el intenso aroma de la aventura, observando los rostros de las personas y sus banderas y sus expresiones de alegría por estar a punto de formar parte de algo trascendente e inexplicable. Algo sucedería en el transcurso del partido que cambiaría la vida de todas las personas, algo misterioso y bello que a nadie dejaría con la misma actitud frente a las cosas, al menos eso es lo que yo imaginaba mientras comenzábamos a subir las largas y cansadoras escaleras, en medio de un gentío que murmuraba y las frías paredes, que contrastaban con el calor reinante, generaban un eco como de catedral y era un gran rezo simbólico el que salía de las gargantas de los miles y miles que junto a nosotros marchaban en esa procesión de día festivo y carnavalesco, y era un canto de amor el que se descolgaba del frío y oscuro concreto que nos rodeaba y que poco a poco, a medida que nuestros pasos ganaban más y más escalones, a medida que el rumor se tornaba más intenso y abierto como si cambiara la dimensión a rumor estéreo, se tornaba más claro y más diáfano hasta romper en nuestra mirada con un temblor de verde claro precioso que abarcaba toda nuestra vista y que generaba una sensación confusa en mis ojos que ya se estaban acostumbrando a la semi penumbra de la subida.

Y era como si de pronto el verde del pasto se transformase en el color oficial de mi mirada y todo lo observaba verde, como cuando jugaba en el colegio poniéndome una regla verde delante de los ojos como si fuera mis anteojos, y todo era verde, el cielo azul que bañaba de calor toda la extensión abierta de esta gigantesca elipse elevada al cielo transparente de Noviembre era tan sólo un producto endiablado de mi curiosa imaginación daltónica, el cielo era de un verde intenso y lo mismo la marquesina del estadio y los asientos de los socios preferenciales bajo la marquesina y del mismo modo el tablero electrónico que marcaba los goles de uno o de otro equipo y la ropa de la gente también era verde, pero este verde presentaba un sinfín de tonalidades y mis manos eran de un verdor hoja de árbol y las manos de mi padre eran de un verdor pasto que no ha sido regado en al menos un par de días y las manos de nuestro vecino más próximo eran verde manzana y su fragancia llegaba hasta mi nariz abriéndome el apetito.

Y así el estadio nos saludaba y con él los millares de personas solitarias, con sus amigos, familias y quien sabe quien diablos más, que se ubicaban en sus puestos estratégicos, al igual que nosotros, a la espera de la hora señalada para el duelo y yo me imaginaba el circo romano con sus carreras de caballos y sus luchas cruentas en las que no siempre ganaba el jovencito de la película y a decir verdad este jovencito en la mayoría de los casos no era y no era en lo absoluto el hombre más bueno ni el más noble; en el mejor de los casos era el más astuto, el más ladino, a excepción de Espartaco, el esclavo libertario encarnado en las retinas decadentes y superficiales del mundillo Holliwoodense por Kirt Douglas hace un montón de años atrás, probablemente no en los tiempos de la caza de brujas o de la Liga Norteamericana Contra el Demonio Comunista y esas cosas por el estilo que aún nos sacuden de tanto en tanto.

El público estaba divirtiéndose con los espectáculos que surgían de tanto en tanto de las galerías, la mitad del estadio le pertenecía a los hinchas de la U y la otra mitad era administrada por los barristas de Colo-Colo. En aquellos lejanos días aún no surgía ninguna de las dos barras bravas de los equipos rivales e ir al estadio era, entonces, una ceremonia familiar tan tranquila como un paseo al Parque Forestal o al cerro Santa Lucía el día domingo y daba realmente gusto ver a otros tipos con sus esposas y el tropel de niños corriendo de un lado para otro de las galerías en un ambiente de fiesta que a uno lo contagiaba y todos reíamos cuando desde un grupo salía un peluche con la forma de un chuncho deformado y lo tiraban de un lado para el otro de la galería y todo el mundo quería atrapar a aquel trofeo tan sólo para ser el encargado de lanzarlo una vez más a cualquier parte del amplio entorno. Del lado de la Universidad de Chile también surgían monigotes con la forma de un desmedrado indio, con pluma y todo como el estereotipo del indígena norteamericano y todos del otro lado de la valla reían y gritaban insultos contra el pelele que finalmente era destrozado por la multitud y cambiado en breve por otro y otro.

Yo me sentaba en mi asiento y comenzaba a leer alguna cosita que andaba trayendo, nunca me faltó lectura en aquellos días y por último estaban los libros que me facilitaban en el colegio, o mi interesante colección de trozos de papel recolectados en la calle. Y así dejaba que transcurrieran las horas, pues por lo general llegábamos al estadio con al menos unas tres horas de anticipación, ya que había que asegurar los puestos de costumbre a como diera lugar.

El sol avanzaba sin ninguna prisa sobre nuestras cabezas y el calor se tornaba inclemente. No había donde guarecerse de la poderosa influencia del padre luminoso y los vendedores de viseras no daban abasto para tanta demanda. Evidentemente mi padre me compró una visera con los dibujos corporativos de Colo-Colo que si bien es cierto era mi equipo favorito, tampoco me mataba de pasión la idea de tanto sacrificio por un partido de fútbol. Todo lo que rodeaba al partido en sí era lo que me fascinaba, los gritos y los cantos de las barras, las rutinas de los vendedores de confites o bebidas o calendarios o cintos, en fin, todo un universo económico girando en torno a un partido de fútbol, sin dejar de mencionar a los vendedores de sanguches de potito y de palta con jamón, toda una institución en las lides disputadas en el histórico Estadio Nacional. Me entretenía sobremanera ver como cada barra le buscaba el odio a la otra y como los gritos a veces aumentaban de tono y si no fuera por las rejas que separaban uno y otro bando la batalla hubiese comenzado en forma inminente, como con el transcurso de los años sucedió, pese a las mismas rejas.

Allí la gente liberaba todas sus tensiones, con el transcurso de los años y a medida que fui descubriendo nuevas realidades y ampliando mi conocimiento de las cosas pude entender muchas de las actitudes de quienes iban al estadio, de cómo se transformaban y lloraban de pasión viendo las piruetas de su equipo favorito y una vez más volví a entender la lógica del pan y del circo que los romanos supieron aplicar muy bien a los pueblos dominados por el imperio y a su propio pueblo en el cual corría también la sangre producto de las ambiciones de poder de unos pocos.

Este era el circo moderno, aquí todos olvidábamos nuestras miserables vidas y por un buen rato soltábamos todas las tensiones posibles y vivíamos la tragedia de otros que corrían en torno a una pelota, pero también en su juego era posible vislumbrar la tragedia de todo un país sumido en el oscuro terror de detenciones arbitrarias y desaparecidos. El estadio estaba repleto pero no estaban todos lo que debían estar, nadie notaba la falta de los ausentes, tan sólo algunos pocos iluminados cuyos corazones se estremecían de dolor, de aquel dolor que sufrieron los que ya no estaban y que se fue con ellos el día que sus corazones dejaron de latir teniendo tanta vida aún por delante.

Yo, por cierto, vivía mi propio circo en el estadio. Los espacios libres cada vez eran menos y la gente se distendía a ratos, generando espacios de silencio en medio de tanta algarabía. Yo jugaba a identificar esos espacios de silencio, que a ratos se prolongaban durante varios minutos, los precisos como para realizar una audaz incursión al baño ubicado en el interior del estadio, los precisos como para arremeter contra los locales de ventas de refrigerios en busca de mis tesoros favoritos por aquellos días. El papá demoraba varios minutos en acceder a mis deseos, fundamentalmente por el temor frente a la posibilidad de un extravío por mi parte, el me conocía muy bien, al menos eso creía él, sabía lo despistado que podía ser y no quería arriesgarse a perderse el partido por tener que andar buscándome a mí, así es que no, era mejor aguantarse hasta el entretiempo. Considerando que para que comenzara el partido aún faltaba poco más de una hora y sumándole los 45 minutos de rigor que equivalían al desarrollo del primer tiempo, siempre y cuando ninguna situación anormal retrasara la finalización de esa primera parte, la larga espera se tornaría realmente insoportable y entonces de verdad la angustia de tanto tiempo de espera se conectaba con mis esfínteres y surgía real y urgente la necesidad de ir prontamente al baño y yo arremetía una vez más con mis fríos argumentos para vencer la terca oposición de mi viejo, mi querido viejo. Al final de cuentas y muy a regañadientes el papá accedía a mi petición pero me colmaba de indicaciones en torno a mi partida y regreso con lo cual y para siempre yo pude configurar una suerte de “Manual Indicatorio Para Casos de Salidas y Regresos en Lugares Densamente Poblados”. La pillería consistía fundamentalmente en visualizar algunos puntos en particular que me servirían de referencia para la hora de mi regreso. Alguna reja con una extraña conformación, algún poste pintado de un color especial, alguna persona sobresaliente, una puerta, la dirección del sol con respecto a mi hombro izquierdo o derecho, etc.

Después de todo ya me encontraba camino de mis tesoros y se me dificultó un poco salir hacia los baños pues el estadio seguía nutriéndose de personas que llegaban y llegaban en un caudal incontenible. Nadie quería perderse el espectáculo deportivo de la semana. Nadie más que yo corría al baño y luego salía con la misma premura de él, para saltar por sobre los puestos de venta y recoger con la mejor de las delicadezas todas las tapitas que pudieran albergar mis bolsillos, y no importaba el color y no importaba su forma y no importaba nada de nada, salvo que estas estuvieran bien destapadas, es decir que no hubiesen perdido su fisonomía tan cultural de tapas de bebidas. Alguna gente aplicaba y debido tal vez a la premura, tal fuerza a los destapadores que prácticamente doblaban las tapas hasta enrollarlas en una masa amorfa que no era de mi predilección. Coleccionista de tapas era, pero uno tenía ya en ese entonces sus caprichos...". Fin parte 1 de 3

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